Muy a su pesar, con las cuatro cuerdas afinadas y un aspecto inmejorable, el bajo se sumó a la banda.
Él sabía que tenía un sabor diferente, que sus notas se entremezclaban en el paladar haciéndole respirar distinto. Pero su bajista tenía que comer, alimentarse de cosas que él no podía darle.
Por eso se sometía a los finales felices que otro quería cantar. Luego lloraba al quedarse solo, un llanto triste y contagioso.
No eran lágrimas especialmente originales, ni tan siquiera de un virtuosismo excelso, sonaban como un dumdum rítmico y penetrante. Es allí donde podría morir sin que nadie se diese cuenta, con su sabor personal saciando las papilas gustativas.
LaRataGris