Nadie creía que Jeremías fuese a regresar la primera vez, al menos no vivo.
No importaba que lo hubiesen probado antes con animales, que se hubiesen realizado todos los cálculos pertinentes o se lo jurasen por la gloria del niño Esús. Nadie dudaba de que él no regresaría del pícnic solar.
La nave tenía que superar el violento aterrizaje; su traje, a prueba del fuego más abrasador, debía protegerle y, tras media hora en la superficie solar, tenía que conseguir arrancar el cohete y traerlo de regreso.
Algo tenía que fallar y, contra todo pronóstico, aquello fue un paseo sin incidentes.
La prensa cubrió ampliamente la noticia.
Primer ser humano en viajar al sol y regresar con vida, con pequeñas variaciones ese fue el gran titular de todos los medios de la tierra y, después, una página entera anunciando la venta de billetes para una experiencia única.
El único requisito era poder pagarlo.
Los pícnics solares se convirtieron en algo común para las clases que se podían permitir hacer sombra a los desposeídos. Era la realidad de unos pocos, el sueño de muchos.
Perdóname por no recordar la fecha exacta, no soy uno de esos que tienen cada detalle archivado en su cerebro.
Si fuera así te diría que ese día llevabas un pantalón ligeramente acampanado y una blusa blanca con chorreras negras a la altura del pecho. Sabría si llegaste corriendo o si respiraste mil doscientas veces antes de perder el conocimiento.
Pero no soy una de esas personas de memoria fotográfica o que, en cuanto llega a casa, apunta en un diario, que jamás volverá a leer, que ha tenido una pelea y ha escapado por los pelos.
Supongo que en esta ocasión hubiera estado bien tener un registro pormenorizado de lo que me querían robar: Chaqueta tejana con un parche de eskorbuto en la espalda, zapatillas anchas, blancas con una franja azul en el lateral, las niu olimpus, tres monedas de escaso valor y un billete de no mucho más.
Por desgracia no existe tal registro; tendrás que conformate con mi memoria que es escasa y tendente a la fantasía.
Empezó hace diez años, once incluso, puede que solo cinco. Aquella mañana todo parecía normal hasta que hable con Ricardo.
Como si nunca hubiese aprendido a hablar balbuceó cuatro gruñidos que, en teoría, yo debía descifrar. Tras media hora de: repítemelo, no te entiendo, ¿Cómo? conseguí no enfadarme mucho, estaba molesto por una broma que ya duraba demasiado.
No fue el único. Desde ese instante vi que cualquiera con el que me cruzaba balbuceaba, como si se hubiesen puesto de acuerdo para volverme loco.
Durante trece días me hicieron pensar que era mi cerebro el que se había desconfigurado. El doctor no me entendía, yo estaba fuera de ese mundo cambiante. La realidad se había transformado para dejarme perdido en el pasado, sin registros fiables de porque me había peleado, de que es lo que me habían intentado robar o porque la gente se comporta de esta manera. Qué más da la ropa que llevases o si el pelo parecía cantar con el viento ¿ha cambiado el mundo? ¿son los leñadores? ¿o es que han pasado diez años de soledad?
-¡Dime su nombre! – En una dicción perfecta, remarcando cada sílaba de una forma impecable.
No había duda sobre su demanda y, aún así, Jorge miraba aquel hombre pequeño y desgarbado como si no supiese de que le estaba hablando.
-¡Dime su puto nombre! – volvió a gritarle sin apartar la mirada.
Paralizado articuló como pudo la pregunta -¿Yo?
– ¡ Pues claro, imbécil!- remarcó el insulto- ¡Dime el jodido nombre!
Jorge lo miró de arriba abajo sin conocerlo, sin saber de quien le hablaba. Con un gesto trató de quitárselo de encima, algo que todavía cabreó más a su interlocutor.
Golpeó su rostro, lo zarandeo hasta hacerlo vomitar pero no consiguió que le diera un nombre, el nombre.
– Antes – decía Teodoro Martínez-, antes si que había libertad de expresión.
Y es que en ese antes que tanto añoraba Teo podía ser un racista con la complicidad de la sociedad, podía ningunear a las mujeres sin que ni una sola se quejase de su machismo recalcitrante, podía, porque tenía el poder, ser él mismo.
Un insulto era una broma de la que hasta las mariconas se reían.
Pero ahora, toda esa generación de cristal – Son unas nenazas.
Y evitaba decirlo en voz alta, sólo entre sus iguales, para que no se le echasen encima como los salvajes que eran.
Porque ahora era Teodoro el que se ofendía, él el que se sentía ninguneado por el peso de sus antepasados.
Le hacían bullying progre por lo que había sido, y por lo que era.
Un Sant Jordi más, una de las fiestas que más me gusta porque se llena todo de libros e historias. Y, de entre todo lo que sucede, una pequeña tradición para mi casa: cada año les hago un tebeito a mis cachorros y este no iba a ser menos. Además, en esta ocasión, he querido hacerlo todo en una página, (idea que le he robado al genial ilustrador Puño y que él, a su vez, cogió prestada de otra artista que ahora no recuerdo).
Aquí te dejo el cómic por si también te lo quieres leer, aunque para hacerlo bien tendrás que imprimir los dibujos en un folio, por las dos caras, y seguir las instrucciones de montaje. Si te animas tú también puedes hacer algo así.
Además este año hay una cosita muy especial, esos puntos de libro que ves en la foto. Están hechos con unos sellos que hemos fabricado Pau y yo, pero silencio que su madre y su hermana aún no se han enterado.
Feliz Sant Jordi, que tengas una muy buena lectura.
Miró a su alrededor, las cosas estaban en su sitio: el cielo, la tierra, las catacumbas sombrías del suicidio. Habló con sus amigos, abrazo el amor de su vida y distraído cantó de la misma forma en que respiraba.
– Que maravilla el mundo – se dijo sin convicción. Sabía que en realidad todo era mentira, una fantasía que no aguantaba la distancia. Y él, claro, había tenido que alejarse, adentrarse en la oscuridad, donde no existe alegría. No viajó kilómetros.
A veces en el barrio de al lado, en su propia calle, solo tenia que mirar apartando ligeramente sus ojos de la seguridad conocida. Miró a su alrededor, diez metros más allá las cosas estaban bien jodidas, desubicadas, desequilibradas.
-Que maravilla de mundo- se dijo ahora más convencido. Había apartado la niebla de la fantasía, ya no se engañaba, podía intentar cambiar.
Regresó a su desierto abandonado, lleno de nada importante y soledad. Hasta donde podía alcanzar su vista se perdían juguetes rotos entre dunas de polvo y cristal.
Recordaba todos y cada uno de aquellos fracasos, la tristeza de la lejanía.
-¿Por qué volver tras tantos años? – Sin respuesta.
Había aprendido tantas cosas inútiles en aquel desierto. En silencio fue recogiendo cachivaches, piezas de un museo del óxido.
– Allí- señaló. De repente la puerta por la que había vuelto a entrar, abierta.
Cada duna, en realidad, era una salida, abierta de par en par; pero que no quería. En el mundo seguro del exterior las normas le dan confianza, le indican un camino que no le hace feliz.
Todo estaba tranquilo, una página seguía a otra, la historia crecía sin que el mundo explotase pero a la vez explotó.- No esta pasando nada- me dijo- pero noto como el corazón se me acelera y me late más rápido.
Creo que sintió que empezaba a respirar cada una de las palabras, se bañaba en el color de cada linea, cada matiz lleno de esa compleja sencillez.
Aquel mundo ya era parte de él, se había abierto la puerta y ya nada lo detendría. Millones de páginas esperando al turista accidental, le daban la bienvenida al universo.
Era su primer libro llave, sentido emocional para que nada vuelva a ser pequeño.
Tu payaso de ojos azules y sonrisa perpetua. Llega saltando y saludando, pitando como el juguete de un bebe. Cuenta chistes malos, te ríes, te abraza, te besa, penetra todas las defensas de tu cuerpo y tú bailas porque es tu payaso. – Para lo bueno y para lo malo- le juras enamorada.
Respiras su veneno mientras ladras y muerdes a payasos ajenos, esos que: aunque cuentan las mismas gracietas, aunque te manipulan en la misma dirección, aunque son payasos idénticos; no son tu payaso, por eso los odias y amas a tu divertido payaso.