En el libro ya había más de mil preguntas, muy pocas respuestas. Cada año, por el festival, desde hacía más de un siglo, se añadían al menos siete cuestiones a las ya existentes, normalmente mas. Una por cada monje custodio que, posiblemente, se había pasado los últimos trescientos sesenta y cinco días pensando cual sería su aportación al libro de los enigmas.
Cada habitante, cada viajero que se encontrase en la ciudad de Penyagó, tenía la oportunidad de presentar alguna duda que creyese digna de ser incluida. Estas eran valorados por los monjes que, en el plazo de un mes, presentaban las que serían finalmente incluidas en sus páginas .
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El festival atraía a mucha gente que venía para escuchar la lectura de las dudas .
El monje lector, cargo que rotaba cada año, escogía las más relevantes y las lanzaba al pueblo, para que aquel año, cualquiera, pudiese buscar una solución.
Así, la religión de las mil preguntas, no daban respuestas fáciles a miedos ancestrales. Más como una ciencia, ofrecía caminos de pensamiento que cualquiera podía aceptar o rechazar, acercarse al libro, leer dudas ofrecer las suyas a quien las quisiera resolver. Los enigmas solucionados, cada vez más complicados, eran celebrados y a la vez cuestionados. No debían haber verdades absolutas en el festival de las mil preguntas.
LaRataGris