Se habían propuesto ser los mejores; no solo querían vender droga, querían que les compraran una experiencia única.
Cubículos reservados, decorados temáticamente para el gusto de un cliente exquisito. Los yonkis agradecían el trato diferencial, la extraña amabilidad con que los camellos les recibían. Aunque pagaban un poco más por cada gramo de obsesión, merecía la pena cada céntimo invertido por una mierda de mayor calidad que el resto.
El gobierno, atento, legalizó los paraísos que encerraban los problemas y, mejor aún, daba buenos dividendos.
Los gestores se volvieron locos adaptándose a la nueva realidad de los pequeños vendedores que pasarían de falsos autónomos a rígidos empresarios: haciendo estudios de mercado, tratando mal a sus empleados, intentando evadir los impuestos que ahora empezaban a pagar. El capitalismo lo había vuelto a hacer, fagocitaba, digería en marca blanca lo que creía necesario.
LaRataGris