Habían creado una máquina que pintaba el cielo azul celeste. No importaba la hora del día ni la lluvia.
La llamaron Azul Eterno.
Al principio la gente cantaba, bailaba contenta con sus días sin final. Ciudades de risas y alegrías se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Incluso los góticos parecían haberse adaptado a esta nueva situación cogiendo algo más de color.
-Tendremos que alargar las horas de trabajo- Dijeron cuando hasta el más reticente se había acostumbrado a días de veinticuatro horas.
Mantener todo aquello no era barato: los comercios tendrían que abrir más horas, las fábricas trabajar a destajo y, los robots humanos, sonreír complacientes para que aquel milagro durase lo máximo posible.
ya nadie sabía si dormía de noche o de día, si vivía o fingía vivir.
Se organizaron turnos para que la ciudad estuviese siempre despierta. Se separaron familias para que todo estuviese cubierto y el cielo, siempre azul, como recuerdo de una paraíso que nadie podía disfrutar.
Ya no hay cajeros automáticos. Los bancos han ido desmantelándolos hasta que sacar tu dinero se ha vuelto imposible. Ahora la economía sólo es un blip informático, tu resguardo una tarjeta de PVC, personalizada con cualquier foto especial, descargada de la web profunda.
Vas con ella a todas partes; es tu seña de identidad, grabas tu huella digital, tu cara pixelada es la contraseña para que todas las fabricas sepan que construir y anunciarte.
Sin modo oculto, compras pequeños pecados, todo regresa. Uno y mil banners para que sigas comprando, compra: ¡Mueve el dinero! Muevelo aunque sea de forma virtual, ¡Gósalo, papito!.
Aunque quede alguno… ya no quedan cajeros: Los obreros no tienen de donde sacar, ni los sin techo tienen donde pasar la noche, ni a los revolucionarios les quedan símbolos capitalistas que destrozar durante las revueltas.
No hay cajeros y sin embargo estamos atrapados, como si existieran o como si no quisiésemos escapar.
-La guerra olía a pólvora y sangre seca, como fuego lamiendo la tierra. Carne fresca orando a gritos; desprendía el aroma agrio del llanto desesperado y la destrucción, un monstruo horrible al que se hacía necesario domesticar. Necesitábamos humanizar el horror.
Se crearon las batallas inodoras. Decididas en fríos despachos a golpe de teléfono. Contabilizar a los invisibles, convertirlos en víctimas silenciosas, eliminarlos de forma discreta.
-En el tercer mundo-, recalcó el consejero delegado para asuntos directos-, allí que se empeñan en las barbaries de siempre.
El primer mundo era más sutil y elegante.
Mataron en cada conflicto, de forma discreta, sin mancharse las manos. Dejaron que el hambre hiciera su trabajo, que la inanición se llevase las sobras-contribuye o desaparece.
Saca tu pistola-tarjeta, apunta, fuego para que todo sea más humano.
Se habían propuesto ser los mejores; no solo querían vender droga, querían que les compraran una experiencia única.
Cubículos reservados, decorados temáticamente para el gusto de un cliente exquisito. Los yonkis agradecían el trato diferencial, la extraña amabilidad con que los camellos les recibían. Aunque pagaban un poco más por cada gramo de obsesión, merecía la pena cada céntimo invertido por una mierda de mayor calidad que el resto.
El gobierno, atento, legalizó los paraísos que encerraban los problemas y, mejor aún, daba buenos dividendos.
Los gestores se volvieron locos adaptándose a la nueva realidad de los pequeños vendedores que pasarían de falsos autónomos a rígidos empresarios: haciendo estudios de mercado, tratando mal a sus empleados, intentando evadir los impuestos que ahora empezaban a pagar. El capitalismo lo había vuelto a hacer, fagocitaba, digería en marca blanca lo que creía necesario.