Había entrado insegura, pretendiendo fingir un aplomo del que carecía.
Querría haberse presentando entrechocando las manos.
– Sara, soy Saray
Evitaba los besos, las conversaciones demasiado largas.
Necesitó derrumbarse un par de veces en el baño, cuando analizaron su cuerpo con descaro, cuando le preguntaron:
– ¿Por qué quieres trabajar con nosotros?
Y ella tuvo que endiosar esa mierda de trabajo que le habían ofrecido. Entonces solía regalar una sonrisa y se disculpaba de forma tranquila, “Que suene tranquila”, se pedía nerviosa.
Fue un día de cuarenta y ocho horas y diez minutos. Pasó la primera criba, una segunda y le comunicaron que estaba preparada para sentirse así de lerda cada segundo de su vida.
“Respira hondo, pensó, «olvídate del hambre y mandalos a la mierda»
Era su primer día en el negocio familiar. Sería un igual a su padre, idéntico a su abuelo.
-Tengo tanta suerte-
Se sentía afortunado de ser hijo de un hombre tan importante. Tenía muchos amigos, los había visto caer, se pudrían de hambre y ganas.
Él se sabía especial- Soy clase media y lo voy a aprovechar – su papá estaría orgulloso.
Recibió el gancho que su abuelo entregó a su padre el primer día, le prestaron un carro hasta que pudiese conseguir el suyo propio y salió con una sonrisa a revisar todos los contenedores de la ciudad.
Eran como cofres del tesoro a los que a los que los pobres no tenían acceso, por no tener la llave que les otorgaban a los emprendedores. Él, en cambio, era de una clase privilegiada, no un vago sin remedio, tenía el futuro resuelto, igual que también lo tendría su hijo.