Carlos llegó a la ciudad y se sentó en un rincón a llorar- No tengo nada, nada de nada, nada-. Era lo único que parecía saber decir y alguien sintiendo pena le dio de comer, otro donde dormir y un tercero una forma de ganarse la vida.
Al principio, contento, se levantaba temprano. Cada mañana iba a trabajar y urdía un plan para dejarlo rápido- Es tan poquito, muy poco, poquísimo- fue su nueva consigna llena de lágrimas y pesadumbre. Enseguida llegó más comida, una habitación más grande y un trabajo con más responsabilidad.
Un tiempo y la situación se repetía con otra frase distinta- No es suficiente…quiero más…¡inclinaos ante mí escoria!- cada vez más autoritario, ascendiendo sin piedad. Ya no necesitaba manipular a nadie, podía chasquear sus dedos y una cohorte de acólitos se inclinaba ante el poder de su dinero. Pero Carlos no estaba feliz. Su supremacía le llenaba de orgullo, era un chico de la calle que se había labrado un porvenir, era la persona más influyente, ya no de la ciudad, del mundo entero pero…él quería seguir subiendo y no le quedaban metas por conquistar.
Un día Antonio llegó a la ciudad con mucha hambre…Carlos ya se había suicidado y el grupo de trepas comenzó a moverse ocupando los espacios vacíos. Quedaba un hueco en la zona más baja, donde los mendigos intentaban inútilmente despuntar. Antonio se sentó en aquel espacio y se preparó un bocadillo con lo poco que había conseguido aquella mañana, no estaba demasiado bueno pero mataba el hambre. Después estuvo haciendo algunas preguntas, buscando la manera de ganarse la vida allí. Lo único que le decían todos era que si sabía llorar todo sería muy fácil para él. Así se conseguían las cosas. Y lloró un poco, todo aquello lo entristecía. La gente se acercó para darle una limosna que él rechazó- Vivir de la amargura sólo me puede traer más melancolía. -Gracias, pero tengo que irme- y se marchó mientras la ciudad esperaba que llegase un nuevo pilar para su pirámide. La maquinaria no se puede desequilibrar.
LaRataGris