Todo cambiara el año que viene, pensó Valentina, todo será mejor.
Por eso se calzó sus zapatos de viajera del tiempo, planchó con una pasada de la mano su arrugada camisa que continuo siendo un guiñapo lleno de lamparones y olor a humano sin paliativos.
-¡Buenos días!- le gritó al mundo, con una sonrisa tatuada en los labios. Ajenos, el resto de vagamundos, continuaba en el sueño plácido de la inercia.
Las calles, desiertas de primera hora de la mañana, se llenaban de los sonidos del silencio y la apatía.
-El año que viene – volvió a repetirse en voz alta, para olvidar que aquel uno de enero no había cambiado nada, para fingir que esta nueva tanda de trescientos sesenta y cinco días que se le venían encima no iban a destruirla un poquito más. Para nada importaba que, para el resto de mundo, el calendario dijese veintisiete de junio, en realidad las fechas eran lo de menos para seguir fingiendo que el año que viene todo sería mejor.