Norteños del sur

14 mayo 2018

Habían perdido el norte. Su brújula siempre marcaba una línea recta, de poco importaban los obstáculos o que eso les hiciera girar siempre en círculos.

Mokombo golpeó el cristal con la esperanza de que la aguja se moviera, aunque solo fuese un poquito.

No hubo suerte, estaba justo donde le señalaba y no le parecía el lugar adecuado.

-¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?- se lo preguntaba a el mismo pero, Lola, viendo la desolación en sus labios le respondió con un abrazo.

Vamos a sobrevivir- y, en aquel momento, algo peor que la muerte es el no estar vivo, solo sobrevivir .

Ninguno de los dos fue consciente de lo que realmente duraron los días venideros. Fueron espectros haciendo todo lo necesario para levantar el campamento, fingir una ocupación, conseguir sobras y ropa usada.

Mientras, el niño, se perdía por cada rincón del yermo. Resultaba sorprendente que pudiese encontrar, ni que fuera, una sombra para cobijarse. Él aun no había renunciado a la esperanza.

Pasaba largas horas mirando el sur por el que habían llegado, ese era su norte, no este asentamiento en el que tendría que crecer.

Mantendría esa mirada hasta poder crecer sobre aquella idea. Toda su lucha sería por regresar a su destino, a la misma decepción que habían encontrado sus padres.

LaRataGris

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Caminos de viento

16 septiembre 2013

A las doce, Antonio, notó como un viento de locos ululaba, lo agitaba todo y no le dejaba caminar allí donde quería. Lo arrastraba en dirección contraria.

Se agarró a una farola que vibraba como si alguien tratara de arrancarla. Gritó buscando ayuda y nadie estaba tan cerca como para escucharle; su terrible enemigo, el viento, deshacía sus palabras antes de que pudiesen llegar a algún puerto habitado, lo sumía en un silencio en el que unicamente permanecía el tañido incesante del mal aire, marcando los caminos de viento.

– No puedes luchar contra esto- respiró de su desanimo.-Tal vez- se dijo- debería dejarme llevar.- se vio arrastrado hasta algún lejano paraíso. También podía quedar aplastado si caía desde una gran altura, acabar en mitad del mar o volar hasta la luna.- ¿Hasta la luna?- se regaño- ya empiezo a estar loco. Si yo jamas he querido ir hasta ella, me conformo con que me acaricie su velo-. Sin esperanza trato de ir otra vez hacia la izquierda que quería, donde prefería morir aunque fuese de fracaso a sobrevivir en los paraísos que no creía.

LaRataGris


Feliz año soñado

1 enero 2013

Feliz año soñado


Los futuros que perdimos

14 mayo 2011

He construido mi vida de pasos pequeños, de sentarme a escuchar el vaivén de la luna en el cielo, de reírme de las cosquillas del viento y soñar siempre despierto. Me he fabricado un yo ideal al que siempre querré por no haberme traicionado nunca, ni siquiera cuando tuvo que venderme. Se acercó hasta mi y me dijo lo que ya sabía- Añorare todos los futuros perdidos, las posibilidades que el miedo borrara- Ese día empecé a correr, desdibuje todas las torres de mi ciudad y deje de tener rincones en los que esconderme de la no-vida. Mis futuros fueron una tenue línea de presente, un sobrevivir al pánico a base de sentirme aterrorizado.

Mi yo ideal se transformo en una sombra discreta, un aparentar insignificancia mientras se pudría mi carcasa. Protegido en la penumbra me susurraba canciones de esperanza cada noche, no me abandonaba.

Decidí que ya no tenía vida en el instante en el que los libros de autoayuda empezaron a tararear la misma canción, pero diferente. Yo quede relegado a algo menos que una nada, me sentía a la deriva, vacio y sin fuerzas. Me arranque la sombra por que el libro me explicó como me mordía, el daño y la tristeza que me inyectaba. Tenía un presente perfecto, nada me preocupaba y había dejado de añorar los futuros perdidos. La ignorancia del silencio ahora me protegía.

LaRataGris.


Las flores del sueño

11 febrero 2011

El campo de la soledad

 

No recuerdo cómo llegamos a este yermo, si lo hicimos a la vez o por separado pero, un día estábamos los dos necesitándonos. Empezamos a rellenar carencias hasta convertirnos en una sola persona, sobreviviendo a aquel infierno de soledad con la suave caricia de nuestros labios. Si se nos llevaba el viento nos cogíamos de la mano, nos atábamos a la tierra y curábamos las heridas del golpe. Si uno sentía el miedo girándole el estómago, el otro se acurrucaba a su lado, temblando, lloriqueando,…consolando.

 

Nos perdimos mil veces en ese desierto antes de admitir que jamás tendría fin aquel rojo abrasador. Moriríamos allí en cuanto dejásemos de poder comernos, cuando nuestros cuerpos no regenerasen por las noches todo lo que nos alimentaba de día. Construimos nuestro hogar junto al único árbol que vimos después de rendirnos. Levantamos paredes de nada, acostándonos a dormir sobre el suelo rojizo mientras nuestro techo de nubes nos protegía de la lluvia de estrellas. Amanecíamos abrazados, soportando el frío del silencio.

 

miedo

ilustración de Juan Kalvellido y Maria Jose Daffunchio

 

El camino de las hojas

 

Cada mañana brotaban del árbol cientos de brillantes hojas de vivos colores. Parecían gritarle al hiriente monocromo del lugar. Una pequeña esperanza de vida tan efímera como los segundos que nacen para morir al instante. Como si fuese primavera y otoño a la vez se asomaban para caer y dejarse llevar por el viento. Nada las retenía, no quedaban recuerdos de su paso, se perdían en el horizonte. Al atardecer sólo quedaba un árbol calvo, de tronco rojo y enfermizo, como si la luz hubiese sido un sueño transitorio.

 

A fuerza de repetirse la fantasía, de formar parte del espectáculo matinal, fuimos construyendo en nuestra mente la idea de que, a lo mejor, era real. En un acto reflejo despertábamos sin nada que hacer, con los ojos enfocados hacia sus ramas. Seguíamos con la mirada su recorrido hasta verlas desaparecer, siempre en la misma dirección, una supuesta salida del infierno.

– Tal vez- me susurró desesperada de aquella cárcel sin muros- si realmente no es un sueño… puede que estén huyendo, que conozcan un camino y…quizá si las seguimos podamos escapar nosotros también.

La até tan fuerte como pude, como siempre habíamos hecho, asustado de que se la llevase la misma brisa que a las hojas. Le hablé de cuando buscábamos el final de la prisión, de cómo destrozamos nuestros pies para seguir estando en medio de la nada.- Es un camino de viento, solo tendríamos que dejarnos llevar pero, desaparecería dejándonos caer o, en sus caprichos, nos abandonaría a distintas corrientes, nos separaría dejándonos huérfanos. Es mejor olvidarnos…aceptar de una vez nuestra situación-.

 

Pasaban los días y parecía incapaz de sentirse viva. Se tumbó a los pies del árbol, se hizo un nudo en los labios y me quedé solo. En sus ojos se leía la pena de verse atrapada. Lamí sus heridas como siempre había hecho, pero esta vez se negaba a sobrevivir. Regué sus labios con mi sangre, intenté alimentarla.

 

Acaricié su rugosa piel con dientes afilados. Su cuerpo ya no regeneraba mis mordiscos, su carne se volvía insuficiente y poco gustosa. Me cansé de cuidarla.

 

Empecé a tener siempre hambre. Mi cuerpo se retorcía hueco, se hacía pequeño y me costaba moverme. Miré a mi alrededor siempre igual. Ya no tenía sentido poder caminar. Brotaron raíces de mis piernas, se formaron ramas en mi cabeza y me convertí en un árbol como el que nos había cobijado, fue lo único que se me ocurrió para poder resistir.

 

Las hojas de viento.

 

Un día ella se levantó. Comenzó a caminar ligera sin el peso de su cuerpo. Bajo sus pies ya no quedaba mundo. Surcaba la senda del viento, rodeada de hojas multicolores que seguían su mismo camino. Avanzaban los kilómetros y empezaron a perder su color, se hacían transparentes, más suaves y delicadas. Se convertían en hojas de viento y se disgregaban libres. Su imagen también cambiaba, poco a poco se volvía invisible, desaparecía igual que mis flores del sueño en cada amanecer.

 

 

LaRataGris.




Continuará…

16 julio 2010

Continuará


Caminando juntas

13 abril 2010

Caminando juntas


Plantando esperanza

7 abril 2010

plantando esperanza


El bosque de cemento

27 enero 2010

Helena vivía en una ciudad pequeña, rodeada de un bonito bosque que se veía desde la ventana de su cuarto. Cada noche antes de dormirse se quedaba embelesada tras el cristal, cautivada por los colores que reflejaba la Luna en la copa de los árboles, casi podía acariciar la fragancia de las flores, sentir la canción del viento entre las ramas y se dormía acunada por el rasgar de los grillos, con la boca bien abierta para que por allí entrasen las historias que le contaba la naturaleza y se transformasen en los más bellos sueños del mundo.

Por la mañana, volvía a mirar dibujando en su cara una amplia sonrisa que ya le duraba todo el día. Pero, una vez, pasó que llegó su padre nervioso a explicarle que iban a tener una casa más grande, con más habitaciones, más amplia y más bonita. Y, aunque a Helena ya le gustaba el lugar donde vivían, se alegró mucho por él, porque parecía hacerle mucha ilusión, a ella no le importaba mientras pudiese seguir disfrutando de su bosque.

Ese día en el que su padre había aparecido como un tornado, ella ya no tuvo tiempo para deleitarse con el trino de los pájaros, ni detenerse en el vuelo de las mariposas y por eso todo pareció ir de mal en peor; se quemó con la leche del desayuno, se le rompió el paraguas bajo la lluvia más cerrada que jamás hubiese visto, un perro le persiguió hasta llegar al colegio y a punto estuvo de morderle el culo.

Luego, antes de acostarse, escuchó una coral de búhos y lechuzas y las cosas no parecieron tan terribles. Al fin y al cabo, a Helena le gustaba caminar bajo la lluvia para refrescarse, la carrera con el perro le hizo entrar en calor y fue muy divertida, porque era como jugar a pilla-pilla sólo que de una forma algo más arriesgada. Lo de quemarse con el desayuno es lo único que no le hizo tanta gracia, pero a pesar de todo no fue para tanto, no se lo había pasado tan mal como al principio pensaba.

Todos sus compañeros de clase hablaban de lo mismo. Antes o después sus padres les habían dicho emocionados que pronto sus casitas crecerían. Y aunque ninguno entendía qué era lo que de verdad les tenía que hacer tan felices, se reían mucho porque les habían explicado que era fantástico.

Helena les preguntó si a sus actuales hogares les pasaba algo, ¿acaso no tenían una cocina en la que hacerse las comidas? o ¿un comedor donde comerlas?, ¿un lavabo?, ¿cuartos donde dormir?,… todos tenían de todo así que ¿por qué cambiar de casas? Nadie lo sabía, pero las nuevas serían enormes.

Lo que ningún niño sabía, pues ningún adulto había considerado importante decírselo, era que para que las cosas ocupen más espacio otras han de ser más pequeñas. Algo muy sencillo pero de tremenda importancia. Y, aunque al principio, Helena, no supo el por qué su bosque fue desapareciendo, se llenó de árboles de metal. Estructuras de hierro que fueron creciendo hasta hacer desaparecer la cálida madera. Se consumió en lo que la niña soltaba un suspiro de pena, y para cuando quiso reaccionar sólo había edificios grises que parecían gustar a todos los mayores.

La mudanza fue rápida, pues nadie quiso llevarse nada de su antigua vida. Todo debía ser nuevo; muebles, ropa, coches, … Se habían vuelto locos comprando, gastando, engalanando para aparentar prosperidad, mientras dejaban que sus antiguas residencias fuesen cayendo, poco más que escombros que sólo servirían para albergar ratas.

Cuando Helena vio todas aquellas habitaciones vacías creyó adivinar el motivo del cambio. Ella, siempre que por las noches sentía miedo de la oscuridad corría a la cama de sus padres. Estos la consolaban un ratito pero enseguida la echaban diciéndole que ya era mayor y tenía que dormir sola; ellos, que los dos eran mayores y seguían durmiendo juntos, si habían buscado esta nueva casa era para que cada uno tuviese su propio cuarto, ahora lo comprendía todo.

O eso creía porque en realidad siguieron teniendo dos únicos dormitorios, el suyo y el que ellos compartían. No era por falta de espacio, había muchas salas inútiles y vacías. Eso sí, desde ninguna de ellas se podía ver el bosque que había sido arrasado, con lo que eran doblemente inservibles. Helena no sabía en cuál de ellas quedarse a jugar, pues los espacios rellenados de soledad son demasiado fríos y tristes. Así que, buscando, se perdió. Una habitación enorme y blanca daba paso a otra habitación enorme y blanca con tres puertas. Y tras cada una de ellas se volvía a repetir recinto, tamaño, color y el terceto de entradas a un bucle. Se fue dejando guiar por su intuición hasta que no supo de dónde venía ni a dónde iba. Se había quedado en blanco como cada pared desde hacía ciento cincuenta y tres habitaciones, aunque ella ya había perdido la cuenta.

En cuanto vio una ventana no se lo pensó. Saltó a las calles vacías. Miró su reloj sorprendiéndose de que fuera tan temprano, el gris de los edificios apagaba el brillo del Sol y parecía una noche sin estrellas. Caminó sin rumbo, esperando encontrarse a alguien, pero aquello parecía una ciudad abandonada. Era la dueña de todo lo que se veía, una extensión de cemento. Kilómetros y kilómetros del lugar más aburrido de la Tierra. Y lo peor es que, allí, no encontraría más ventanas por las que escapar.

Sí que encontró el final de la ciudad. Tras mucho caminar a punto de desfallecer se halló al borde de la nada. Cegada por el Sol al que ya no estaba acostumbrada siguió paseando pues cualquier cosa era mejor que aquel lúgubre lugar que abandonaba. Seguía sin conocer su destino, aunque esta vez no le preocupaba pues no podía ser peor que lo que ahora quedaba a sus espaldas.

Ya estaba lejos cuando apareció otra persona corriendo por las calles. Llegaba tarde a trabajar y no era el único. Poco a poco iban encontrando las salidas de sus mansiones, tras días y días de encierro, llegaban muy tarde a un trabajo que no podían perder, si no ¿cómo pagarían todo aquello? Cogieron sus coches perfectamente aparcados y, al instante, miles de ellos formaron ruido y humo negro en un monumental atasco.

El bosque se había llevado mucho más de lo que en un principio podía parecer, el aire era más pesado sin árboles que renovasen el oxígeno y respirar se hacía muy complicado. Además, neutralizados los colores de la naturaleza, el tiempo se convirtió en simplemente una palabra sin sentido. Ya no existía la exuberante primavera, ni el melancólico otoño, desapareció el frío del invierno y el calor del verano, así que ¿qué sentido podía tener el paso de los días si todo se había reducido a la reiteración de un momento, un entretiempo carente de características más que la de ser insulso? A la única persona a la que esto podría importarle ya estaba lejos o quizá…

La gente estaba apesadumbrada sin entender el por qué. Tenían cosas grandes y vistosas, eran los más ricos pero no tenían suficiente. Todos a la vez decidieron agrandar la casa. Trabajaban más y más para pagar las reformas, los obreros, los electricistas, los materiales, el nuevo terreno, los muebles que les comprarían, los sirvientes para limpiarlas, … había tanto que preparar que corrían demasiado, atribulados, estresados y sin ganas de hacer nada de lo que hacían pero haciéndolo. La ciudad se fue extendiendo y si Helena se había marchado lejos ya no lo estaba.

Había encontrado un bosque en el que perderse, en él era feliz. Vivía en una cueva con un oso y una araña. Era amiga de todos los animales, cuidaba las plantas, se bañaba con la lluvia,… parecía un cuento de hadas que se hacía realidad. Pero una mañana pió un jilguero junto a su cueva:

– El ser humano- trinaba- llega el ser humano.

Helena se levantó de un salto y vio los árboles de metal, las estructuras de hierro, el terror acercándose para volver a quitarle su hogar. Cuántas veces había temido este momento. Había tenido pesadillas que no le dejaban dormir y por eso no estaba preocupada. Había sentido tanto miedo que decidió estar preparada. Ahora sabía exactamente qué hacer. Le agradeció al pájaro la información y entró en la cueva a recoger una mochila que le había tejido la araña. Abrazó al oso porque sentir su cuerpo mullidito y caliente le daba valor y emprendió el viaje de regreso.

El día que abandonó la ciudad empezó a sentirse más ligera. Sus pasos parecían más decididos y directos. En cambio, el regreso era pesado y lleno de desgana. Había metido en la mochila algo de tierra del bosque que tiraba de su cuerpo para atrás, llevaba en su corazón un grano de esperanza que le reconfortaba para no desfallecer y había dejado sus pensamientos al cuidado del oso para que estos no le hiciesen arrepentirse de lo que iba a hacer. Aún así, cada vez que sus piernas le hacían avanzar su cabeza gritaba y su cuerpo se estremecía. El color gris entraba por sus pies, subía hasta su cerebro, le empañaba el espíritu. Empezaba a parecerse a las pocas personas que se encontraba por la calle. Como si se hubiesen desteñido sus ropas, incluso sus pieles habían palidecido, parecían gárgolas de horribles muecas y aspecto deplorable. Arrastraban zapatos desgastados, fatigados de caminar, encorvando espaldas abatidas por el peso de la vida. Daba lástima verlas y también a Helena que se iba transformando conforme se adentraba por callejones deslucidos.

Su determinación era firme, llegó al centro de la localidad y allí se sentó en el suelo. Se limpió un poco de gris de la cara para ver mejor y vació la cartera sobre la acera. La tierra marrón parecía brillar en el ambiente monocromo del lugar. Se completaba con rojos, violetas, un pequeño matiz cobrizo,… parecía un arco iris entre tanta simplicidad. La gente comenzó a pararse a su alrededor cautivados por la explosión iridiscente. Atrapados fueron persiguiendo cada movimiento de Helena, cómo hundía su dedo formando un pequeño agujerito. Cuando se arrancó el granito de esperanza suspiraron sobrecogidos, era de una intensidad tal que molestaba mirarlo directamente, pero lo enterró rápidamente y su fulgor quedó atenuado. Y, entonces, nada.

La niña mimaba el suelo acariciándolo y regándolo. La gente a su alrededor parecía cansarse. Tras la novedad inicial sólo quedó un poco de polvo y aquel extraño ser vestido de harapos que daba la sensación de pedir, nunca podría dar nada alguien con esa apariencia de pobre. Así que se fueron dispersando. Alguno aún tenía la esperanza de ver maravillas naciendo del suelo, pero eran los menos y tenían que trabajar para pagar sus lujos. Sin darse cuenta se había quedado sola.

De repente, se puso a llover, era una lluvia torrencial de las que hace correr a la gente buscando un sitio donde guarecerse. Helena se levantó tranquila y se marchó por donde vino. Las personas con las que se cruzaba la miraban con curiosidad, al fin y al cabo era la chica que había ocupado todas aquellas horas de televisión, una mendiga sobre la que se debatía si echarla de la ciudad por improductiva o dejarle quedarse por caridad. Alguien de la que se había dicho que haría grandes cosas y de la que se comentó que sólo era un reclamo publicitario para venderles alguna cosa.

El ser humano tiene la tendencia de mirar sólo lo que le interesa. Si encima está acostumbrado a pensar en términos desmesurados hay muchos y pequeños detalles que se le pueden pasar por alto. Vieron, por ejemplo, la lluvia inmensa, llamativa. Se fijaron en el acto de marcharse. Pero no se dieron cuenta de la media sonrisa de Helena justo antes de levantarse, no advirtieron lo tensa que entró y lo relajada que se iba, no notaron la plantita que se abría paso a través de la tierra que la niña había dejado. Fue un poco más adelante, cuando ésta empezó a crecer, convertida ya en flor, que se escucharon los primeros grititos de sorpresa. Eran unos -oooooh!!!- que no parecían tener final. El rumor se fue extendiendo, también la fragancia que al competir con la pestilente polución no tuvo problemas para llenar cada rincón de la ciudad. No se hablaba de otra cosa. Se acercaban a verla dejándolo todo de lado. Era algo ridículo si lo comparaban con sus descomunales casas pero a la vez le llenaba de una alegría que nunca podrían obtener con ellas. No era nada que se pudiese explicar, como unas ganas de gritar, de reír, de estar vivo. Aquello era una locura que no se les hubiese podido ocurrir ni al mejor publicista. Además, a su lado se respiraba mejor.

A todos les entraron ganas de acercarse a hablarle a la planta. Le acariciaban los pétalos con una delicadeza extrema, le traían agua, canciones,… y ésta, agradecida, creció fuerte y robusta. Extendió sus raíces agujereando el suelo de cemento que había bajo su tierra y así fue resquebrajándolo. El viento trajo semillas que, aprovechando las grietas, decidían germinar allí. Nacieron arbustos, árboles, flores,… incluso las malas hierbas eran bien recibidas en aquel momento, porque todos traían los colores olvidados, llenaban los corazones de belleza y alegría.

Helena lo vio todo desde lejos, escondida en su cueva se fue a dormir feliz porque observó cómo la vida se volvía a adueñar de la ciudad. La gente sonreía, trabajaba sin prisas, deteniéndose a disfrutar cada instante. Eso le volvía a traer bonitos sueños antes de ir a la cama. Eso sí, sus padres que por fin se habían dado cuenta de su desaparición estaban un poco tristes. Por eso, les envió el jilguero para tranquilizarlos. Les explicó que estaba bien, que no se preocupasen. Que vivía con un tierno osito y una araña que le tejía ropa para no pasar frío, que ahora era feliz y que ellos también deberían serlo porque, por fin, las cosas eran como debían ser, preciosas.

LaRataGris.


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1 enero 2010

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Feliz año nuevo ;P