-¡Que no nos quiten las migajas! – gritaba agradecido de ser pobre. Le habían dado un altavoz, le habían indicado la consigna y le pidieron que la repitiera. – ¡Que no nos quiten nuestras migajas!
Se lo decía a los otros pobres; lo gritaba al viento para que todos supiesen todo lo que había en juego, todo a lo que tenían que tenerle miedo.
Había que conformarse con la limosna – Que no nos quiten las migajas, por favor-. Como un cántico de una única y fallida revolución.
Pide amablemente los restos, que nos cuiden los benefactores: que nos mantengan vivos y si morimos que sea una muerte dulce y sin dolor. – ¡Que no nos quiten las migajas! que es lo único que tenemos- y aún así no perdemos el miedo a quedarnos sin esta nada – Que no nos quiten las migajas.
Con que poco nos conformamos, con que poco comemos- Que no nos las quiten y callaremos y no nos quejaremos y trabajaremos y seremos buenos si no nos quitan las migajas, pero que no nos las quiten que ya no sabemos defenderlas.
Una vibración del metal aviso del final. Como obedientes hormigas, los técnicos de mantenimiento, recogieron las cuatro herramientas que habían necesitado, caminaron en silencio hasta las duchas y tras una buena limpieza se fueron a hibernar hasta el siguiente ciclo lunar.
Solo el inspector debía seguir despierto en la nave. Tenía que evaluar el trabajo de las bestias.
En su hoja marcaba con un tic verde las tareas bien ejecutadas, con una equis roja los errores que tendrían que arreglar en la próxima acometida.
La sección cuatro, facción G, sabía que todo serían cruces. Los obreros no hibernaban, esperaban ansiosos al inspector. Se revelaban las máquinas.
Habían escrito su nombre por toda la ciudad. Empezaron por el sitio en el que se había enfrentado por primera vez a las fuerzas del estado. Una mancha de sangre seca en el suelo y su nombre en la pared.
Eso inspiró nuevas pintadas que se alejaban de la zona cero, de forma radial; rompiendo cada muro, salpicándolo de colores y grafías distintas, siempre con su nombre.
La autoridad, que en su momento ya habían aplastado la rebelión, no hizo nada con esta nueva rebeldía. Incluso veía con buenos ojos que pintaran y recordaran su gesta contra los insurgentes.
Cada nombre generaba una mirada cómplice entre los revolucionarios. Se ocupaban en ocultar su chiquillada sin revolucionarse de verdad.
De tanto en tanto un gruñido de perro les recordaba que seguían allí, que nada había cambiado. Solo la ciudad gris garabateada con nombre de libertad, la que siempre estaría negada.
Entrando en tu zona de confort, anuncia una voz sintética en su cabeza. Acentúa la sonrisa y cuenta mentalmente los pasos.
Puerta. Uno, dos, tres, giro noventa y tres grados a la izquierda. Cinco zancadas en linea recta. Saluda– Hola-. Vestuario. nueve, diez, once grados a la izquierda. Sietepasos más silenciosos para no molestar. Saluda de nuevo– Hola-. Nueve, diez, once ,doce.
El amo era feliz con su eficiencia mientras él sufría las rutinas. Era el mejor replicando una y otra vez el mismo comportamiento.
-Tienes que salir de tu zona de confort.
La empresa quería cambiar el rumbo, necesitaba que sus empleados acompañasen el movimiento.
-Tienes explorar nuevos caminos que te abrirán maravillosas puertas que ahora desconoces.
Y salió con una sonrisa porque su verdadera zona de confort era obedecer al amo, aunque le propusiese una mierda de lugar común.
Sal de tu Zona de confort, desechaba la vocecita interior, haz la revolución. Esa era una verdadera salida. Pero le habían enseñado el miedo, el no desear lo indeseable.
Empezaron a dividirnos en dos grupos. Por un lado definían a los integrados; eran ganadores natos a los que nadie señalaba. Podían campar a sus anchas, incluso tener pequeños deslices perdonables.
Habían vendido su alma y eso era suficiente para triunfar.
Del otro lado estábamos los que perdíamos las batallas y, poco a poco, nos iban acorralando. Siempre nos dejaban un pequeño espacio para que pudiésemos sentirnos vencidos entre cuatro paredes. Reducían la riqueza de nuestro mundo prisión.
Luchar empezábamos a imaginarlo inútil, teníamos que contentarnos con gritarle la desesperación al aire.
Yo, que jamás había querido formar parte del sistema, me encontraba atrapado. Incluso mis guerras nacían muertas.
Y, aunque quiero acabar la historia con una revolución esta no depende solo de un escritor ¿Me ayudas a reescribir las últimas líneas?
Ya no hay cajeros automáticos. Los bancos han ido desmantelándolos hasta que sacar tu dinero se ha vuelto imposible. Ahora la economía sólo es un blip informático, tu resguardo una tarjeta de PVC, personalizada con cualquier foto especial, descargada de la web profunda.
Vas con ella a todas partes; es tu seña de identidad, grabas tu huella digital, tu cara pixelada es la contraseña para que todas las fabricas sepan que construir y anunciarte.
Sin modo oculto, compras pequeños pecados, todo regresa. Uno y mil banners para que sigas comprando, compra: ¡Mueve el dinero! Muevelo aunque sea de forma virtual, ¡Gósalo, papito!.
Aunque quede alguno… ya no quedan cajeros: Los obreros no tienen de donde sacar, ni los sin techo tienen donde pasar la noche, ni a los revolucionarios les quedan símbolos capitalistas que destrozar durante las revueltas.
No hay cajeros y sin embargo estamos atrapados, como si existieran o como si no quisiésemos escapar.
El todopoderoso rey, tocado por los dioses, elegido como representante de la divinidad en la tierra dijo:
-creer en dioses que caminan por encima mio es admitir mi pequeñez. ¡Soy el Dios Rey!
Y así mismo se proclamo. Exigió una ceremonia, una gran fiesta para celebrarlo.
Con la naturalidad del que no le han negado nada jamas se convirtió en una divinidad suprema.
Envió a varios voceros que informasen de la buena nueva. Sus ministros tuvieron que redactar leyes que justificasen la nueva realidad, que convirtiese cualquier mentira en una verdad incuestionable. Y, el pueblo, se vio en la obligación de adorar a la neodivinidad.
-oh- vitorearon para que la pantomima fuese creíble.-Ooh -alargaron las os
…
Tardaron mucho pero algunos plebeyos aprendieron a morder al amo.
– ¡Que nadie este por encima mio!
Claro que no se proclamaron con la misma fuerza, ni les apoyo ningún grupo político. Empezaron siendo un susurro, luego un murmullo entre iguales. Tejieron una red de fuerza descomunal. Querían quemar al Dios-Rey y ningún otro humano debía a sustituirlo. Si un mortal podía creerse superior cualquiera podía.